UNA ASCENCIÓN AL APU PACHAQTUSAN
“CAMINO DE LA MONTAÑA CAMINO DE LIBERTAD”(A la memoria de Ronald Papsi Marín, que quiso que sus cenizas se derramaran sobre esta montaña. A la vieja "muchachada" del VORTEX")
Escribe: Julio Antonio Gutiérrez Samanez
“Camino de la montaña, camino de libertad
Yo quiero subir por ella en busca de mi verdad
Ser errante y peregrino, en busca de mi destino
Y unos ojos soñadores que en mi vida han de alumbrar”
Tarareando esta canción de grupo boliviano KJARKAS, amigos que conocí todavía en 1979, durante su primera visita al Cusco, añoraba volver a la cima del padre protector, la montaña sagrada: el Apu Pachaqtusan, puntal del mundo o sostén del universo, para renovar el alma, recuperar la energía perdida en el cotidiano vivir, retomar el vuelo del cóndor, estirar las alas, revivir las ansias de inmortalidad, aunque estas sean banales como todos los sueños e ímpetus de los humanos corazones.
Era una deuda de honor, un desafío del alma al cuerpo, una necesidad vital. Había que peregrinar y ya habíamos postergado en dos oportunidades. La espera, desesperaba.
El sábado 19 de octubre partimos tres amigos a cumplir con este caro propósito, impulsados por ideales semejantes. ¿Acaso, nuestro karma o condena? ¿Nuestra entelequia, Tao o destino?.
“Camino de perfección es vivir como si el ideal fuese realidad” y “ De seres sin ideales ninguna grandeza esperen los pueblos” había escrito José Ingenieros. Así, pues, subir a la montaña era una necesidad espiritual impostergable, volver a la cumbre, realizar el ideal, medirse espiritualmente con la montaña, era el reto.
Hace ya un cuarto de siglo que iniciamos este rito de peregrinación telúrica. Entonces íbamos en grupos, por promociones, los jovenzuelos del barrio de Santiago. La ruta era, invariablemente, la misma: San Jerónimo, la subida a pie hasta la comunidad de Huaccoto, donde pernoctábamos en una choza de don Anselmo Huamán, para salir al día siguiente, por la llanura de la puna, hasta la base de la gran montaña de donde ascendíamos a su imponente crestería. Llegar a la cima nos costó varios intentos, pues, presenta dificultades por la presencia de roquedos inexpugnables y un talud pronunciado y feraz.
Pachqtusan es algo así como una roca gigantesca de un sólo cuerpo ¿Un batolito? que emergió desde las capas interiores de la corteza terrestre y del fondo marino, hasta alcanzar los 4800 m.s.n.m. como un gran “pastel de cien hojas” o como un libro geológico, inclinado a 45 º, aproximadamente. Muestra entre sus capas u hojas la historia geológica de una época anterior a la nuestra, antes que emergieran los andes desde el fondo de los mares. Se sabe que tiene vetas con metales preciosos (Oro y plata) y metales comerciales como el mercurio y el cobre; capas con fósiles de invertebrados marinos. Por las bocaminas que pudimos visitar, una de ellas semi enterrada, encontramos minerales de cobre, malaquita y azurita. Pero, lo que más deben albergar estos socavones son los recuerdos y sufrimientos atroces de miles de mitayos incas que murieron esclavizados arañando las rocas, bajo el látigo del invasor hispano. Para ellos cantaría el poeta diciendo: “Sube a nacer conmigo hermano/Dame la mano desde la profunda zona de tu dolor diseminado./No volverás del fondo de las rocas/ No volverás del tiempo subterráneo/ No volverá tu voz endurecida/ No volverán tus ojos taladrados./ Mírame desde el fondo de la tierra:/ labrador, tejedor, pastor callado/ Domador de guanacos tutelares:/Albañil del andamio desafiado:/joyero de los dedos machacados:/Agricultor temblando en la semilla:/ alfarero en tu greda derramado:/ traed a la copa de esta nueva vida/ vuestros viejos dolores enterrados./ Mostradme vuestra sangre y vuestro surco/ decidme: aquí fui castigado porque la joya no brilló o la tierra no entregó a tiempo la piedra o el grano/ Señaladme la piedra en que os crucificaron,/ encendedme los viejos pedernales, las viejas lámparas, los látigos pegados a través de los siglos en las llagas y las hachas de brillo ensangrentado.…” (Canto General. Pablo Neruda)
Nuestra nueva ruta, fue la más larga y fatigosa, pues, decidimos ascender por el sector de Oropeza, desde el centro agrícola de Tipón, porque, como dicen los paisanos, “allicito, no más, está la montaña”.
De la tortura atroz que fue el llegar a la base del “Pacha”, para hacer campamento, nos compensa la satisfacción de haber visitado el sistema de puentes, acueductos y canales de una obra de ingeniería hidráulica que nada tiene que envidiar a la tecnología romana. De ese lugar proseguimos, cerro arriba a campotraviesa, ascendiendo un endemoniado monte rocoso y lleno de llaullis y roq’es espinosos, hasta la cumbre del “Cruz moqqo”, cuya parte posterior está rematada por un barranco inexpugnable y dos filas de enormes murallones de 1.5 metros de ancho y 10 a 20 metros de elevación, como defensa de Tipón, no sabemos si fue camino elevado o acueducto pues está semi destruido por el tiempo y el abandono.
En ese lugar contactamos con un comunero que subía a la altura para cosechar papas el mismo que nos señaló el camino, pero, para volvernos a reunir con Juanito Valdivia, nuestro científico social, quién nos había tomado ventaja por otra ruta, dejamos el camino y pasamos a la otra ladera feraz y de pronunciado talud. Pasamos por bosques de achupallas quemadas que estaban volviendo a enverdecer. No lejos de allí, había un incendio forestal que avanzaba hacia nosotros.
Ya desde un roquedo alto, donde el viento de las cuatro de la tarde, nos hacía tambalear por la fuerza de su empuje, divisamos las chacras de papa en cosecha y bajamos a tomar contacto con los campesinos, no sin antes, regalar a sus oídos el canto melodioso de nuestra quena andina.
Juan Valdivia, se encargó de conversar y los amistosos campesinos nos invitaron de su merienda ellos fueron don Mariano Anaya Gallegos, Alejandrina Quispe y los jóvenes Carlos Quispe Huamán y Rusbet Anaya Barreto, todos ellos comuneros de Patabamba, anexo de la comunidad de Choquepata del distrito de Oropeza, Provincia de Quispicanchis, Departamento del Cusco. Charlamos y conseguimos el alquiler de un caballo y la promesa de llevarnos a las ruinas de Paucarcancha, donde podríamos pernoctar; así ascendimos hasta la planicie ya liberados de nuestras pesadas mochilas, caminando entre los pajonales y el viento, mientras moría la tarde luminosa y azul, envolviéndonos con el oro de sus resplandores.
El mal estado de nuestro amigo Fernando Zelada, casi vencido por el “soroche”, nos obligó a detener la marcha y acampar sobre el lecho de una lagunilla seca. Allí nos dejaron los dos amigos campesinos y retornaron con la promesa de ayudarnos a ascender mañana a la cumbre. Armamos las carpas, encendimos el pequeño “Primus” de Juan y tomamos una reparadora sopa caliente y charlamos de todos los aspectos entre ciencia, religión, filosofía y el proyecto de trabajar esta ruta como destino turístico. Dormimos con un ojo abierto, pues el resplandor del incendio y el crepitar de los leños de achupallas en llamas llegaba hasta nosotros, mas, el cansancio nos exigía un poco de sueño reparador. Felizmente, la humedad de la neblina y el cese del viento apagaron el incendio y pudimos dormir peleando contra el intenso frío, la carpa estaba congelada. De rato en rato, para conseguir el sueño charlábamos recordando nuestras aventuras y desventuras personales de amores que fueron o que no fueron, pero dejaron honda huella.
Al día siguiente, domingo 20, disfrutamos de un bello amanecer. La gran calva de Zelada brillaba al sol, mientras resonaba su amplia carcajada castellana por algún chiste u ocurrencia de Valdivia, hay indudable reminiscencia de genes de conquistadores en la barba cana de aquel y el perfil aquilino de éste, mi raleado pelo crespo y piel colorada por el intenso fuego del sol, que yo eternizo en una fotografía. Ellos recogieron agua de un manante cercano y desayunamos “el cariño de Anita”- los víveres que nos preparó mi esposa- y el mate de coca y anís hervido en “su majestad el Primus”.
Vinieron los amigos montados en sus caballos, a los cuales abandonaron sin compasión en esta puna soledosa; nos trajeron alimentos: tostado de maíz, leche caliente y papahuaiqqo.
Iniciamos la ascensión por la cuchilla oriental de la montaña ayudados por estos jóvenes que nos aliviaron la carga de las mochilas. Desde la cuchilla se veía, en la parte más baja, el valle sagrado y el río; al frente, las montañas de Paucartambo. Por un balcón del macizo vimos las “ruinas” de Pucarcancha, que posee varios recintos caídos de piedras labradas y una cerca circular a manera de torreón. El lugar está situado en el filo del barranco, debajo de la cuchilla, como una guarida para cóndores, sobre las estribaciones, monolitos salientes y colgantes de la gran montaña que cae casi a plomada sobre el Wilcamayo.
Seguimos ascendiendo como almas en pena de la Comedia de Dante. Zeladita, el camarógrafo y economista del grupo ya totalmente repuesto nos saca ventaja con su paso presuroso. Nosotros bajamos a explorar la mina que describí más arriba. El objetivo está lejos, hay que superar más crestas para llegar a la más alta. Caminamos como hormigas a media altura de la montaña y recién pudimos divisar la ciudad del Cusco. Descansamos admirando la belleza de una lagunilla en media luna, justo en la base de un circo glaciar, donde se abreva el ganado cerril que pasta por su cuenta. “Nadie roba, jefe” dice Carlitos, pero Rosbet acota: “Al año sólo cuatro o cinco vacas se pierden”.
Allí brindamos con un licor de menta por el Apu y empezamos a ascender a la cresta sacrificando al cuerpo con la voluntad férrea, resbalando entre pedregullo y tierra de aluviones, retrocediendo y arañando la piedra como en el suplicio de Sísifo, diciéndose a sí mismo “nadie te lo impuso, es sólo tu voluntad y tu porfía puesta a prueba” y ayudado por un torcido cayado de achupalla trepo hasta la cumbre. “Ni una sola cosa surge sin causa, todo surge sobre alguna base y en virtud de la necesidad” había escrito el materialista griego Leucipo hace 24 siglos y esta era una necesidad irrenunciable.
Como la montaña no vendrá jamás hacia mí, yo he venido a la montaña, con toda mi fe que no es más que un granito de mostaza; la montaña está ahora, bajo mis pies y yo he triunfado sobre mis dudas y supersticiones, sobre mis achaques y mi soberbia inaudita. Quién sabe si volveré a esta soledad inmortal nuevamente, donde deseara descansaran mis cenizas esparcidas a los “ocho vientos de la patria”, los vientos de la poesía de Brozovich...Quien sabe.
Ante esta visión total del horizonte hay que decir con Renoir: “El dolor pasa pero la belleza queda”. La belleza de esta tarde retenida en mis pupilas y en mis ansias satisfechas.
“Ve la montaña/ siente la montaña/ toca la montaña/ escucha la montaña/ la eterna montaña/ que nos protege”. escribió mi amigo el artista Iván Macha en el poema “Iñiy” (Creer).
Llegar a esta altura tiene un sentido místico y mágico, es una forma de acercarse al absoluto y sentir el vértigo y dominar el pánico, para no rodar a un precipicio de dos kilómetros de caída. Bajo la cresta, al frente del río, está el pueblo de San Salvador a vista de cóndor. Más al norte, el surco profundo del Valle Sagrado de los Incas hasta Písaq y Lamay. La nubosidad de este día impide ver los lejanos picos nevados. Por momentos sale el sol y hacemos señales de luz con un espejo, hacia la ciudad. Entrego mi pago de piedrecillas añorando volver una y mil veces más. En una oración laica reafirmo mis convicciones, jurando los “votos solemnes” a los dioses y lares inexistentes de mis antepasados. Eso fue todo.
Bajamos atropelladamente, felices por el deber cumplido, trotando como venados, cruzando caminos de pumas y zorrinos, recogiendo plantas y piedras cristalinas, desde la jalca cordillerana al pajonal, donde saltaban las perdices silbando con el viento. Y llegamos a la base, por donde discurre un camino, una senda inteligente que llevará nuestros pies hasta el pueblo de Huaccoto.
En una encrucijada nos despedimos de Rusbet y Carlos, tras el pago por sus servicios y nuestro eterno agradecimiento. Ellos fueron heraldos enviados por el Apu.
Son las 4 de la tarde, ya en la llanura tapizada por una alfombra de Yareta verde y extendida, van nuestros pies y almas renovadas. Los rebaños de ovejas vuelven al redil con su balar triste... nostálgico y nosotros dejamos al “Pacha”, al hermano mayor, al monte sagrado, con cuya energía telúrica hemos cargado nuestras almas para rehacerlo todo desde los cimientos.
En Huaccoto, encontramos a la esposa de don Anselmo Huamán quien nos reconoció pese al tiempo transcurrido. Retornamos al Cusco. Para testimoniar traigo una pesada piedra que es un conglomerado o Taq’e, símbolo de la unidad en la diversidad; es un pedazo de la montaña junto con este cetro de poder, de verdad y fantasía que te ofrezco reverente, cantando:
“Camino de la montaña, camino de libertad yo quiero subir por ella en busca de mi verdad”.
(Visite www.kutiry.org)